Como para casi todo en la vida, cada entrenador tiene un método, y cada método, un intrincado funcionamiento que le diferencia de sus colegas por la manera que tiene de hablar a sus jugadores, de dirigir los partidos y entrenamientos o de preparar cada encuentro.
Creo que no es ningún secreto que los jugadores no encuentran demasiado atractivas las sesiones de video previas y posteriores a un partido. Y sí, sabemos que es una parte esencial y absolutamente necesaria para la preparación de un partido, pero aun así, la tendencia natural del jugador le provoca sentirse incómodo si abandona su entorno más conocido: la cancha.
Por esta razón, muchos entrenadores suelen acomodar estas sesiones para que la relación 'tiempo empleado/información entregada' sea lo más equilibrada posible y así conseguir transmitir de forma más efectiva aquellos datos que le serán útiles al equipo para enmendar errores, atacar y defender al equipo rival, etc, etc. Sin embargo, a veces, el concepto de equilibrio de algunos entrenadores puede sobrepasar los límites de lo humanamente tolerable y, en otras, dejar a los jugadores con una extraña sensación de videus interruptus. Por supuesto, esta última situación es poco frecuente, aunque he de confesar que, a lo largo de mi carrera, tuve un entrenador que era un seguidor acérrimo de esta técnica, al cual, en una ocasión, y juro que esto es cierto, le tuvimos que rogar continuar viendo un video porque nos sentimos algo inseguros después de ver un total de unos 8 o 9 minutos de metraje sobre el equipo rival.
Pero, por otro lado, no hay nada más desalentador que llegar a las instalaciones del club en una tarde de domingo, tras perder un partido, y asistir, desolados, a ese momento en el que el segundo entrenador pone la cinta de video y que, justo en el instante en el que el árbitro tira el balón en el salto inicial, se oiga un escueto “¡para!” y la imagen del balón quede congelada en el aire, como nuestras expresiones, para que el entrenador se pase los siguientes 15 minutos explicando porqué razones nos hemos colocado mal para la lucha. Entonces, los jugadores se miran unos a otros y, sin hablar, con tan sólo una triste mirada cómplice, corroboran entre sí el mal comienzo de una reunión que promete ser tan larga como los entrenamientos que le seguirán en la semana.
A menudo, los entrenadores acompañan estas charlas con un dossier que consiste en hojas fotocopiadas que recogen información sobre el equipo contrario, jugador por jugador, y sus sistemas. Una costumbre importada de EEUU, donde desde hace décadas entregan verdaderos tochos llamados ‘scouting reports’ en los que se detallan al milímetro las tendencias y vicios (en el campo) de cada jugador del otro equipo.
La pasión por el detalle en la NCAA es tal que genera un desmedido afán por innovar hasta límites insospechados. Así, mientras jugaba en la universidad de Texas A&M, no salía de mi asombro al ver que, cada día de partido, teníamos que hacer un examen tipo test sobre el scouting que nos había entregado el cuerpo técnico el día anterior y responder a 10 preguntas sobre el contenido del mismo. Verídico. De repente, me encontraba sentado en una sala mal iluminada, sometido al estricto control de un entrenador llamado Mitch Buonaguro -un personaje digno de figurar como extra en ‘Los Soprano’-, haciéndole gestos a un compañero para que me ‘soplara’ en voz baja hacia que lado prefería fintar un tal Chauncey Billups o si a Paul Pierce le gustaba hacer una salida cruzada con bote en sus penetraciones. Algo que no debía inspirar demasiada confianza sobre mi preparación para el partido al que yo le hacía las señas pero que, claro, era infinitamente mejor que suspender el examen y no salir luego a jugar.
martes, 11 de noviembre de 2008
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