Ha comenzado la locura. Los engranajes de la compleja maquinaria de la ‘March Madness’ de la NCAA, que tantos ríos de tinta hace correr cada año por estas fechas, se mueven imparables e implacables dejando un rastro de cadavres exquis, universidades ilustres incapaces de avanzar por el cada vez más estrecho pasillo de un 'bracket' que este año ha gozado de aún más presencia en los medios que cualquier otra temporada tras la cacareada -y nada certera- predicción del presidente Obama.
A título personal, tras un inolvidable pasado como ‘Aggie’ durante los casi cinco años que pasé en la universidad de Texas A&M, este año seguí con mayor intensidad el desenlace del ‘Selection Sunday’, esa peculiar reunión dominical de un comité de sabios que incluye a los presidentes de las conferencias, ex entrenadores y analistas de prestigio, que determinarán los emparejamientos con los que dará comienzo “El Gran Baile”.
Si bien no tenemos (y pasará mucho tiempo hasta que así sea) la solera de otros caídos como UCLA, Maryland, Michigan o Texas -nuestro histórico rival-, todos ellos frecuentes habitadores de los últimos recuadros del 'bracket', no dejo de sorprenderme cuando veo a los míos en esta tesitura, impensable años atrás. Este año nos hemos despertado del sueño en la segunda ronda, vapuleados por UConn (92-66) tras habernos deshecho de Brigham Young en la primera fase (66-79).
Si en mi periplo universitario, allá por los años 90, la universidad sufría para mantener una digna posición en la mitad de una tabla con más de 300 equipos, los que conforman la División I de la NCAA, cargando siempre con la etiqueta de eterno proyecto al alza, la construcción del Reed Arena, numerosos cambios en el cuerpo técnico y un eficiente trabajo de ‘recruiting’ trajeron al fin a jugadores de renombre, que pusieron los sólidos cimientos de un ambicioso programa que finalmente empezaría a consolidarse en la temporada 2004-05 con la llegada de Billy Gillespie, que llevó al equipo a conseguir una invitación para el NIT de ese año, un dulce preludio de lo que acontecería un año después con la primera incursión de los ’Aggies’ en una ‘March Madness’ desde 1987, una entrada esperanzadora a pesar de truncarse en la segunda ronda del torneo.
En 2007, los seguidores de Texas A&M se frotaban los ojos incrédulos cuando leían que las predicciones situaban al equipo, liderado por Acie Law, un alero anotador y especialista en anotar la canasta ganadora (de ahí su apodo: ‘Captain Clutch’), entre las diez mejores universidades de la nación. Para que se hagan una idea, Wikipedia define el período entre 1988 y 2005, en el que se incluye, claro está, mi paso por la universidad, como ‘The dark ages’ (algo así como ‘el período oscuro’), mientras que a partir de 2005 acuñan un nuevo término: ‘Modern resurgence’ (el resurgir moderno’). Supongo que es lo que tiene formar parte de la historia viva, o, como pensarán muchos, muerta y enterrada, de cualquier proyecto. El caso es que el equipo no sólo participó en el baile sino que se coló entre los ‘Sweet Sixteen’, sellando la temporada como la novena universidad del país según los analistas, la mejor posición de la historia de la institución tejana.
Con tres 'Aggies' en la NBA (Antoine Wright, Dallas Mavericks; Acie Law, Atlanta Hawks; y DeAndre Jordan, Los Ángeles Clippers), Texas A&M parece haberse sacudido, al fin, su eterno rol de aspirante y de universidad “futbolera” para, poco a poco, por méritos propios y asiduos "ataques de locura", ganarse el respeto de los, admitámoslo ahora que nos va bien, envidiados Longhorns de la universidad de Texas. Porque para los estudiantes de nuestro centro, que pegan en los parachoques de sus coches pegatinas con lemas como “Texan by birth, Aggie by the Grace of God”, es muy duro comprobar como, una y otra vez, es el vecino y no uno mismo el que siempre compite con la vitola de ser el mejor equipo de baloncesto del estado.
lunes, 23 de marzo de 2009
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